Hace más de quince años, mi vida se resumía, literalmente, en trabajar. En ese momento, trabajaba como periodista en la redacción de uno de los principales diarios de mi ciudad. Era, por así decirlo, un trabajo soñado porque tenía la oportunidad de escribir sobre temas que me interesaban, además de ser responsable de una sección y estar a cargo de tareas importantes para el producto final cotidiano.
Bajo esos conceptos productivos, era feliz... pero no estaba viviendo y mucho menos me sentía plena. No era consciente de mi desequilibrio; ni siquiera me pasaba por la cabeza la posibilidad de analizar mi vida bajo los parámetros de la plenitud y el equilibrio. Y fue mi cuerpo, ese compañero leal, el que me obligó a ponerle freno a esa rueda de hámster.
Por supuesto, ese freno no fue de la noche a la mañana. No. Con el tiempo comprendí que en varias ocasiones me envió alertas, me avisó que algo no andaba bien y que debía parar y mirar. Pero como dice el refrán, y lamentablemente a veces es cierto, “somos hijos del rigor”, por lo que fue necesario un llamado de atención tan grande que no hubo margen de dudas: era imperioso parar.
Me asusté, no lo niego. Y si bien el freno impuesto trajo cierta niebla a mis días, con el tiempo fui comprendiendo que debía hacer algo con eso que me estaba atravesando. Poco a poco, fui encontrando —incluso intuitivamente— las estrategias para atravesar esa situación y recomponer la salud de mi cuerpo.
Esa situación me permitió iniciar un proceso de aceptación: la decisión de cómo manejar mi salud estaba en mis manos. Lo que a su vez me llevó a dimensionar que la gestión de las emociones era el eje central de ese proceso. No fue fácil, no fue sencillo ni tampoco fue mágico. Fue un día a la vez, pero también fue fundamental para entender que esa es mi responsabilidad y que nadie (nadie) lo puede hacer por mí.
Hoy, quince años después, casi podría decir que soy una adicta en recuperación. Sí, fui adicta al trabajo; en él había encontrado mi vía de escape para no conectar con quien era, con lo que quería hacer y ser. Es que hasta aquel hecho que me llevó a frenar, nunca siquiera me había planteado qué quería para mi vida, cómo quería vivir. Era una embarcación perdida en medio de la niebla, sin brújula ni rumbo.
Nobleza obliga decir que aún hoy, en ocasiones me pierdo, me desconecto de mi sentir, pero estoy un poco más atenta a las señales que me indican que estoy en esos momentos sin rumbo.
La vorágine cotidiana es, muchas veces, la gran causante de esa desconexión de quienes somos, pero también es cierto que es la excusa perfecta para no hacernos cargo de nosotros mismos. Ante esta situación, te invito a que, así como le preguntás a otro: “¿Cómo estás?”, cada vez que puedas, te preguntes sinceramente cómo estás, qué estás sintiendo y qué necesitás ser y hacer para estar en equilibrio.
Sentite, escuchate y mirate con amor compasivo. Así podrás sentir, escuchar y mirar con amor compasivo al prójimo.
¿Nos reencontramos en un próximo artículo? Gracias por llegar hasta acá.
Con cariño, MdelC.